El último adios

Hace trece años los ojos de todo el mundo estaban puestos en New York. La mañana había amanecido como cualquier otra, pero aun sin haberse levantado completamente el sol, el mundo se paralizó cuando las torres gemelas cayeron como castillos de arena frente a las cámaras de televisión.

Las imágenes se pasaron una y otra vez en cuanta cadena de noticias hubo. Alguien dijo entonces que, aun cuando pasaran muchos años, todos recordaríamos lo que estábamos haciendo en el instante en que el World Trade Center cedió frente a la colisión con dos aviones comerciales cargados de pasajeros.

Yo puedo recordar cada detalle de aquel 11 de septiembre, iba saliendo a comprar algo en el agromercado cerca de mi casa y dejé a mi abuela sentada en la sala. En aquellos tiempos la televisión cubana no transmitía en la mañana, solamente unas teleclases para las escuelas, pero aun así decidí encender el TV para que mi abuela viera el programa del mediodía sin que se enredara con el equipo, nunca aprendió a usar otro electrodoméstico más que la batidora.

Me sorprendió que no estuvieran las aburridas clases de química o de cultura política que habitualmente inundaban Cubavisión a esa hora. En su lugar estaban los locutores del Noticiero del Mediodía que debía empezar al menos 3 horas después. La señal de la CNN se enlazó por primera vez en vivo con la de la televisión cubana y ahí estaban, las torres humeantes mientras los pobres locutores no sabían qué decir.

Tuve la intención de apagar el televisor. Mi abuela, muy viejita, solo sabía que su hija y su nieto estaban en el país en el que estaba pasando aquello. Los titulares decían que Estados Unidos estaba bajo ataque y no quería preocuparla, pero el asombro frente a aquellas imágenes que parecían salidas de una película me lo impidió. Enseguida intenté una comunicación con los míos de este lado, pero las líneas estaban congestionadas.

La ciudad de New York lloraba con lágrimas de humo y polvo por la cantidad de hijos que perdió en unos pocos minutos y por sus dos torres gemelas. Durante varios días pudo verse incluso desde el espacio la nube que se levantó al caer las dos edificaciones más altas de la Gran Manzana.

Cientos de teorías comenzaron a surgir, conspiración del Pentágono, terrorismo musulmán, obra de Satanás y hasta los famosos OVNIS empezaron a revolotear alrededor de los hechos más lamentables que han ocurrido en este país. Todas buscaban una causa, un por qué, pero pocas se enfocaban en lo que sería la vida de los neoyorkinos luego de haber perdido uno de sus principales simbolos con miles de sus hijos dentro.

Luego de aquel día nada volvió a ser igual. Ni New York ni los Estados Unidos. Muchos se enfocaron en que lo que se ha aprendido de aquel martes negro es que hay que cuidar las fronteras del país, destinar más dinero para las agencias que se encargan de la Seguridad Nacional y combatir cuanta cosa nos parezca terrorismo en el mundo.

Esas fueron grandes enseñanzas, pero creo que la más importante para todos nosotros no la dieron ni los bomberos de New York, ni el alcalde, ni el presidente. La mayor enseñanza de aquel terrible hecho la dieron las familias que perdieron sus seres queridos sepultados por las torres gemelas. Ellos nos enseñaron que nunca sabemos cuándo diremos adiós por última vez a la persona que despedimos en la puerta de la casa.

No tenemos la bola de cristal mágica ni podemos abrir el famoso libro en el que se escribió nuestro destino al nacer. Nunca sabemos si esa frase dura que dijimos o aquel beso que negamos sea lo último que tengamos de esa persona.Vivamos cada día al máximo, disfrutemos del amor de las personas que nos rodean y regalemos el nuestro pues, no importa cuanto oráculo consultemos, nunca sabremos cuándo será el último adios.